Si bien la cristología se ve obligada a moverse en la doble vertiente humano-divina que converge en la persona de Jesús tratando de mantener el difícil equilibrio de estas dos realidades cuya coexistencia en Cristo supera siempre los esfuerzos de la teología por aprehenderla, hay épocas en la historia en las que el creyente necesita subrayar uno de los aspectos. Por eso podemos decir que vivimos un tiempo en el que la cristología, haciéndose eco de las exigencias de la fe históricamente vivida, orienta su estudio hacia la realidad humana de Jesús. Dentro de esta orientación, plantear el origen de Jesús no es el resultado de la curiosidad de los teólogos. Nos importa porque confesar que Jesús es hombre significa algo más que su participación abstracta en una esencia humana neutralmente concebida. No existe tal esencia independiente del hacerse concreto, del origen. Ser hombre significa estar arraigado en un pasado que se concreta en una historia, un pueblo, una familia... Podríamos afirmar paradójicamente que Dios no puede hacer surgir un hombre sin origen humano, de la nada. De hacerlo, nacería un ser distinto, sin relación con nuestra historia. Y esto es lo que queremos evitar cuando de comprender la humanidad de Jesús se trata.
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