La historia del renacimiento de la lengua hebrea se halla estrechamente ligada al despertar nacional del pueblo judío. Proclamada la independencia del Estado de Israel, etapa culminatoria de un largo proceso histórico, resultó natural que se decidiera adoptar el hebreo como lengua nacional del flamante estado. A nadie parecía inquietar el hecho de que se trataba de uno de los idiomas más antiguos del mundo, con más de 3500 años de existencia, impropio quizá para los menesteres de la vida moderna. Los constructores de la nueva nación, continuadores de una tradición milenaria, habían acuñado una frase memorable: "Aquel que no cree en milagros, no es realista", que decidieron aplicar con el hebreo, contra toda previsión lógica. Su tenacidad y entusiasmo lograron lo imprevisto: la implantación, como idioma de uso corriente de un pueblo y de un estado, de una lengua que había sufrido un eclipse de veinte siglos y que sin embargo jamás se vio desvinculada del destino del pueblo judío. El idioma que los filólogos habían declarado irremediablemente muerto, había renacido, vívido y pujante como el pueblo que lo cobijara desde sus albores y que creó con él imperecederos monumentos literarios, entre los cuales se destaca la Biblia, el libro que mayor influencia ha ejercido sobre la humanidad.
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