El primero de esos testimonios es el del propio Ignacio de Antioquía, que se encuentra con Policarpo en Esmirna, en una de aquellas estaciones del convoy de testigos de Jesús que van a ser inmolados en Roma, estaciones a las que debe la Iglesia aquellas admirables cartas que sólo admiten parangón con las del propio apóstol San Pablo. Los dos grandes obispos, el que caminaba hacia el martirio con ansias de ser molido por los dientes de las fieras, como blanco pan de la mesa de Dios, y el que bastante años más tarde será también por sus fieles discípulos entre las llamas ondeantes de la hoguera como otro blanco pan que se cuece, o como plata y oro que se acendra en el horno, eran dignos el uno del otro, y, conociéndose o no antes de este encuentro, lo cierto es que el corazón ardiente de Ignacio se siente al punto unido por íntimo amor con Policarpo, y éste siente tal reverencia ante las cadenas del mártir, que pocos días después, aun antes de saber el desenlace de su martirio, no vacila en nombrarle, como dechado de paciencia, a par de Pablo y lo otros apóstoles.
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