De cincuenta años a esta parte el mundo evoluciona a un ritmo tan rápido, y de una manera tan general, que no es exagerado hablar de una revolución. El prodigioso florecimiento de la ciencia y sus aplicaciones, el desarrollo cada vez más generalizado de la instrucción, la multiplicación de medios de comunicación rápida (radio, televisión, aviación...), el encuentro entre las masas del progreso técnico y de las aspiraciones democráticas han evolucionado efectivamente de una manera radical las condiciones de vida y las relaciones entre los hombres. Y no es precisamente el Occidente, centro principal de estos trastornos, el único afectado: el fenómeno es universal.
Frente a estas transformaciones, que parecen querer poner en entredicho muchos de los valores tradicionales, la reacción del cristiano, por lo menos el de Europa es, con demasiada frecuencia, de retracción y rechazo. Esta actitud no es realista ni legítima. Si el mensaje cristiano es el mensaje divino, tiene que ser aplicable a los hombres de todos los tiempos y todas las civilizaciones. Por lo tanto, el problema para el cristiano no es el de saber si debe aceptar o rechazar al mundo nuevo que se elabora inevitablemente, sino el de esforzarse por discernir lo que, en este mundo, es portador de esperanzas auténticas a fin de actuar en él como una levadura.
El canónigo Leclercq, precisamente, se ha propuesto discernir dichas esperanzas en este ensayo donde se manifiestan eminentemente la lucidez del observador de costumbres y el optimismo del pensador cristiano.
U14799