Hermann Gmeiner tenía cinco años cuando murió su madre. Sintió en su propio cuerpo como se hunde el mundo del niño a la muerte de su madre. Pero aprendió que el final podía también ser principio. Una indomable energía, puesta de manifiesto en la casa, en el campo y en el pueblo, fue capaz de reconstruir el mundo del niño. El trauma de la experiencia infantil y su paulatina superación constituyen el fondo sobre el que desde ahora se proyectarán sus nuevas impresiones y que caracterizará todas sus actividades, reflexiones y sentimientos.
Su actitud fundamental frente a la vida es la que de cualquier labor, para tener realmente sentido, ha de estar encaminada a la creación de un hogar. Un hogar para los niños que lo han perdido, y también una patria espiritual para millones de personas que no quieren renunciar a la esperanza de un mundo más bello y mejor.
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