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Jueves, 04 Abril 2019 09:41

"Yo todas las noches rezo por ustedes"


Eduardo Farré: Conscriptos en su puesto (circa junio de 1982)

Este 2 de abril se conmemoró el “Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas”, en el cual hicimos memoria de nuestra historia reciente y recordamos a los muertos en dicha Guerra, acompañando como país a los sobrevivientes de aquel conflicto bélico vivido entre Argentina y el Reino Unido por la soberanía de las Islas del Atlántico Sur. Y ese ejercicio doloroso y reflexivo a la vez, nos debe llevar a pensar en que cuando decimos Nunca Más, lo decimos también a todo tipo de guerra y lo dirigimos hacia aquellos que la perpetraron con oscuros fines de poder, en el marco de ese Terrorismo de Estado que asoló a nuestro país por más de 7 años.

Para poder pensar sobre lo sucedido en aquel tiempo y reconstruir la memoria desde determinados lugares, es importante tener en mente algunos prolegómenos que nos servirán de herramientas para la reflexión: en primera instancia lo que la fe cristiana tiene para decir sobre la guerra en general y después, aquellos precedentes históricos referidos a la Cuestión de Malvinas que nos permitan entender lo sucedido, para poder valorarlo así a la luz del Evangelio.

En tal sentido, el cristianismo ha dado distintas respuestas a la cuestión de la guerra y al uso de la fuerza armada, que salvo pequeños sectores fundamentalistas e integristas de orientación proarmamentista a lo largo del mundo, mayoritariamente ha considerado el uso de la fuerza y de la guerra como algo negativo en términos generales, constituyéndose más bien en un último recurso extraordinario tanto ético como técnico, con el objetivo de defender una causa que debe ser interpretada como moralmente justa. En el caso del protestantismo tradicional (al cual el Metodismo pertenece como Movimiento) y a nivel global en el marco del llamado Consejo Mundial de Iglesias (CMI), se ha llegado así a un consenso sobre el significado de conceptos como guerra justa y revolución justa, donde los requisitos para iniciar conflictos armados de estas características son profundamente severos (a saber, causa justa, último recurso, realizados por una autoridad pública lícita, discriminación y control en el uso de la fuerza, debida proporción entre el bien a conseguirse y el probable efecto malo, razonable posibilidad de éxito y empleo de medios justos) y que en palabras del teólogo anglicano John R. W. Stott “[una] aplicación a conciencia de estos principios hará que el drástico paso a la rebelión [y a la guerra] rara veces se adopte”. 

En el caso de la Guerra de las Malvinas (o Conflicto del Atlántico Sur), históricamente se ha sostenido desde la diplomacia argentina, la soberanía nacional sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur, debido a que las mismas se encuentran en la plataforma continental de América del Sur y donde según el famoso principio jurídico que rigió para las ex –colonias españolas, el uti possidetis iuris (“posesión que procede conforme al derecho”), nuestro país heredó los derechos territoriales de España sobre suelo americano y ejerció un “dominio eminente” en las islas a partir del año 1810, hasta la definitiva cesión de derechos durante 1859 con el reconocimiento de la independencia argentina por parte de la metrópoli. 

Por ello en la disputa/litigio territorial entre la República Argentina y el Reino Unido por la soberanía de las Islas del Atlántico Sur, la posición argentina sobre estos territorios no autónomos y sujetos a proceso de descolonización, fue sostenida como causa justa para el inicio de las operaciones militares en las islas por parte de la Junta Militar existente en ese momento, en la ya conocida Operación Rosario. En este sentido, es importante reconocer que la hipótesis de conflicto sostenida por dicho gobierno de facto con ese accionar, no necesariamente implicaba el inicio de acciones bélicas, sino simplemente el comienzo de negociaciones diplomáticas amparadas en el derecho a la autodeterminación, la integridad territorial de los Estados miembro de las Naciones Unidas, la Resolución 2064 (XX) de dicho organismo y la apelación argentina a la asistencia de los Estados Unidos de América vía el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). 

Lamentablemente dicha hipótesis no tuvo correlato con la realidad y se desató una dura guerra mal calculada, donde precisamente principios como los de autoridad pública lícita, último recurso, debida proporción entre bien y mal a producir y razonable posibilidad de éxito no se cumplieron, dejando el saldo de 649 argentinos muertos en combate y un cúmulo de secuelas físicas, psíquicas, sociales y económicas para los ex – combatientes, que hasta el día de hoy perduran. Es ante este desolador estado de cosas y a 37 años de ocurrida la Guerra de Malvinas, donde es fundamental rescatar la postura a la que somos convidados aquellos que confesamos a Jesús como el Cristo y todas las personas de buena voluntad, que estriba en reconocer el dolor de la guerra, sostener la solidaridad con las familias de los caídos en combate y realizar el debido acompañamiento a los sobrevivientes del conflicto, de manera que nuestro justo reclamo por la soberanía de las Islas sea realizado bajo una consistente política de diálogo bilateral, apego a las normas e instrumentos internacionales y donde la paz entre los pueblos sea la directriz a seguir.

El heroísmo demostrado por la mayoría de los combatientes, quienes creían en el sentido justo de la causa argentina y quienes dieron su vida en las cruentas batallas producidas durante los 74 días que duró el conflicto, no deben hacernos olvidar la existencia de la ternura en medio de la guerra, la presencia del otro (aún de los enemigos beligerantes) y la opción de conciencia que calmaba el sufrimiento vivido no sólo por la guerra en sí, sino por los errores de las autoridades militares que se cobraron tantas vidas y que aún hoy requieren de esclarecimiento. Es allí donde las cartas de los niños, las donaciones, las oraciones y los gestos más pequeños de solidaridad entre nuestros hermanos muertos o desaparecidos en combate, nos hacen recordar esa máxima evangélica que dice: “De cierto les digo que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos más pequeños, por mí lo hicieron.” (Mateo 25.40). 

Es en ese tenor, que quisiera rescatar parte la carta escrita por María Gabriela Sánchez y leída por el entonces soldado de infantería Daniel Verón, en el marco de las cartitas enviadas “al soldado anónimo” en la mayoría de las escuelas argentinas y entregadas a los conscriptos que combatían en las Islas Malvinas. La ternura expresada allí, el agradecimiento, la muestra de preocupación por la situación de los soldados y una cierta dosis de realismo que sólo los ojos de los niños pueden percibir, nos permiten ver que en medio de tanta crudeza y sufrimiento, la luz también puede resplandecer y la gracia de Dios en el gesto de una niñita, logra revelarse así de manera inesperada: “A mí me gustaría conocerlos, pero no puedo ir tan lejos (…) Yo todas las noches rezo por ustedes, mi familia también reza.” Cuan rica es esta historia, que nos remite una vez más al Evangelio donde Jesús dice de los niños: “Dejen que los niños se acerquen a mí. No se lo impidan, porque el reino de los cielos es de los que son como ellos” (Mateo 19.14). Y en medio de la guerra, fue la cercanía de esa niña la que salvó la vida y el corazón (de una manera u otra) de aquel soldado desconocido.

Como corolario y para reconstruir desde el Evangelio la memoria de esta Guerra, pero por sobre todo la memoria de los caídos y de los ex – combatientes que dieron su vida allí, es que se hace necesario recordar que el Dios y Padre de Jesucristo, nos llama a ser profetas de la paz y de la justicia en medio de la violencia, para construir un mundo nuevo donde hombres y mujeres puedan vivir una vida digna, profundamente humana y centrada en el amor hacia Dios en nuestro prójimo. Porque en las Bienaventuranzas Jesús nos dice claramente: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5.9). Y esa paz no se construye según las lógicas de un mundo en crisis, sino en la lucha por la vida desde la hondura del amor, donde el rostro de Dios se revela día a día en el rostro de nuestro prójimo. 

Hagamos memoria así de nuestros caídos y vivamos la solidaridad con aquellos que quedaron entre nosotros, tomando una vez más las palabras de esta canción escrita hace muchos atrás por Federico Pagura, Embajadores:
 
Ésa es la paz que trae al mundo Cristo
echando abajo muros y fronteras,
abriéndonos caminos de esperanza
y renovándonos la vida entera.
Ésa es la paz que hoy somos convocados
a proclamar a cada continente:
embajadores de una nueva raza
en nombre de Jesús, Señor Viviente. 
 
Oración: Dios de la vida, de la justicia y de la gracia, que nos convocas en Jesús el Cristo a vivir una vida nueva y buena, danos la fuerza de tu Espíritu para construir un mundo más justo a la luz de tu Palabra y ser así embajadores de tu reino, que solo puede emerger de la paz y no la guerra. Danos sabiduría para hacer memoria de nuestro pasado, pero danos sobre todo el poder para luchar por esas causas justas donde el recuerdo de los caídos nos conmina a seguir trabajando por todo aquello en lo que creyeron. Y por último, danos de tu vida plena, para acompañar a los que quedaron y a sus familias, para servir a nuestro prójimo con quien vos te has identificado en tu entrega. En el nombre de Jesucristo, el Príncipe de Paz. Amén. 

Luis G. Vásquez Capellán – Pastoral Universitaria UCEL
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